Efectivamente, fue hace un año que esperaba ancioso entrar a quiròfano y salir de allí mirando clarito y en plenitud todo lo que antes sòlo había palpado, olfateado o presentido.
Fue el 28 de diciembre de 2006 , el dìa de los Santos Inocentes, que el Dr. de Wit me regaló la opción de ver más allá de dos metros. Grandioso regalo parecía aquél, más aún si se toma en cuenta que los primeros treinta años de mi vida los pase encadenado a unos cristales.
Fueron innumerables las ocasiones que extravié los lentes, que los rompí; que por un error me puse jabón en los ojos al tratar de lubricar los lentes de contacto. Fueron muchas las anécdotas y una la conclusión: no quería ver, había muchas cosas que no quería mirar...
Y así, con nuevos ojos y grandes espectativas me ameneció el 2007: finalmente pude ver matices en los rostros, en los árboles; pude mirar las estrellas que con el paso de los años se me fueron borrando del cielo; redescubrí los colores del atardecer cuando está rejego, cuando es cielo nuevo. Todo lo bonito se engrandeció.
Pero nadie me dijo, nadie me advirtió que también vería en su justa dimensión lo que hasta ese día —28 de diciembre, día de los Santos Inocentes— no quería ver: y me tope de frente con la señora muerte que sin titubeos me arrebató a mi padre; y conocí el rostro de la hipocresía y de los cobardes que disfrazados de amigos imperecederos esperaban el momento oportuno de vilipendiarme; y miré sorprendido mi ojos resecos por la cirugía desbordarse en llanto; y miré mi podedumbre al blasfemar contra mis sagradas imágenes y mis recuerdos. Y así se me fue el año entero: mirando, viendo, redescubriéndome y redescubriendo las imágenes, los colores, las máscaras, los sabores que habiéndolos transirtado tantas veces nunca los miré.
¡Santo inocente, que pensabas que cuando se ve claro, al cien por ciento, no sólo lo positivo, lo bonito, lo agradable entra por los ojos!